La ropa sucia se lava en casa

Abraham Nudelstejer • columnista

Squash. squash. squash.

Ese es el sonido que emitían mis zapatos cuando trataba de avanzar entre una espesa capa de lodo que se había formado con la lluvia.

Mi andar era lento y la colina por la que escalaba no me facilitaba las cosas.

Mientras avanzaba, mis pies se hundían en el barro que me llegaba más arriba de los tobillos.

Mi preocupación no era solamente la de quedarme atascado en el camino, por mi mente también pasó el regaño que me esperaría en casa por llegar con los zapatos y pantalones sucios.

Tan solo de pensarlo hasta escalofríos me dio: "Mira nada más, pareces niño chiquito. ¿De dónde vienes?, qué barbaridad, parece que fuiste a jugar al parque y ahora yo soy la que se va a tener que fletar lavando... cochino éste."

Esas eran las palabras que me atormentaban tanto, o más, que mi larga travesía a la que no le veía un final feliz.

Mi andar me llevó a rodear una laguna gigante que hace dos semanas no estaba ahí.

Fue impresionante ver como la naturaleza creó en cuestión de horas un manto acuífero y un pantano de lodo en una zona donde lo que predomina es tierra seca y piedras.

Mi caminar por la colina comenzó a ser acompañado por decenas, cientos, y después miles, de peregrinos que con fervor asistíamos al mismo compromiso.

Para no caerse y quedar como puerco en chiquero, algunas de las personas optaron por apoyarse en pedazos de estacas que se encontraban tiradas en el camino.

Otros optaron por ayudarse uno al otro para tratar de guardar el equilibrio, pero el acto de solidaridad les costó caro a varios.

"Dame la mano, apóyate de mí", le decía una mujer a su hija.

La joven trató de tomar el brazo de su madre pero en su intento resbaló y ambas dieron tremendo sentón.

¡Splash!... es lo único que escuché mientras las dos mujeres, abrumadas por la experiencia, se preguntaban si tanto sacrificio valía la pena.

Fueron más de dos los que en el intento cayeron, más nunca desfallecieron.

Había que llegar a lo más alto de la colina ya que del otro lado de la misma se encontraba la tierra prometida.

Paso a paso, charco a charco, nos íbamos acercando a nuestro destino.

Después de andar y andar, por fin lo vimos, ahí estaba, su portentosa figura nos alumbró para retomar fuerzas.

La estatua del gran perro Xoloitzcuintle que se encuentra en todo lo alto del Estadio Caliente de Tijuana hizo que volviéramos a creer que siempre hay una luz al final del túnel.

Señores que trabajan en el equipo de los Xolos, no sean malitos, ¿les costaría mucho asfaltar el lote de terracería, dizque estacionamiento, para que no tengamos que sufrir otro viacrucis así?

En buen plan, o como dicen los chavos de hoy, en buena onda, el lodazal que la semana pasada tuvimos que cruzar para llegar de la entrada del estacionamiento a los accesos del estadio fue un esfuerzo apoteósico.

Señores de los Xolos, échenos la mano con eso, los aficionados, y sus esposas que se niegan rotundamente a lavar ropa en sábado, se lo agradecerán en el alma.

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