En los últimos años, la violencia y el poder de los cárteles mexicanos han alcanzado niveles que trascienden la definición tradicional del crimen organizado. Estos grupos, cuyo alcance va más allá del narcotráfico e incluye el tráfico de personas, armas, extorsión y destrucción ambiental, han desatado una ola de terror que destruye comunidades tanto en Estados Unidos como en México. Reconocer a estos cárteles como organizaciones terroristas no es solo un cambio de política; es un paso necesario para salvaguardar la seguridad, la prosperidad y la dignidad de los ciudadanos de ambos países.
La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, afirmó recientemente que México “no es una colonia” y que es “un país fuerte y orgulloso que defenderá su independencia”. Son palabras poderosas, pero lamentablemente ignoran una verdad ineludible: México no es independiente ni libre de los cárteles mexicanos. Hace tiempo que el país perdió su soberanía frente a la corrupción y el crimen organizado, que operan como un estado paralelo, desafiando al gobierno legítimo y ejerciendo control sobre vastas regiones del territorio mexicano.
Para Estados Unidos, clasificar a los cárteles como organizaciones terroristas proporcionaría a las autoridades y agencias de inteligencia herramientas más efectivas para combatirlos. Dicha designación ampliaría las capacidades legales y financieras para enfrentarlos, permitiendo al gobierno estadounidense incautar activos, procesar a colaboradores y aplicar sanciones más severas a quienes brinden apoyo material. Además, esta reclasificación fortalecería el intercambio de inteligencia entre ambos países, mejorando los esfuerzos bilaterales para desmantelar redes criminales que operan con casi total impunidad en las dos naciones.
Desde una perspectiva económica, esta política podría ayudar a reducir los costos astronómicos asociados con la violencia y las actividades ilícitas impulsadas por los cárteles. El control que ejercen sobre rutas comerciales y su explotación de poblaciones vulnerables generan inestabilidad económica, especialmente en comunidades fronterizas como Tijuana. Al tratar a estos grupos como terroristas, Estados Unidos también podría proporcionar un apoyo más sólido a las ciudades fronterizas, invirtiendo en infraestructura, seguridad y desarrollo económico para combatir las causas profundas de la influencia de los cárteles.

Es importante destacar que este cambio enviaría un poderoso mensaje a los ciudadanos mexicanos: Estados Unidos está comprometido a combatir a los verdaderos enemigos de la paz y el progreso. Aunque existen temores de una posible militarización excesiva o conflictos diplomáticos, el enfoque debe centrarse en construir instituciones más fuertes y fomentar una mayor cooperación entre ambas naciones. México ha sufrido enormemente por la violencia de los cárteles, con incontables familias desgarradas por secuestros, masacres y corrupción. Reconocer a estos grupos como terroristas replantea la conversación: no es un acto de agresión hacia México, sino un reconocimiento de que los cárteles son enemigos de ambos países.
Para los residentes de Tijuana y otras ciudades fronterizas, la gravedad de la situación es evidente. Ellos viven en el cruce entre la brutalidad de los cárteles y los lazos económicos que unen a México y Estados Unidos. Para ellos, un frente unido contra los cárteles no es un asunto político distante, sino una cuestión de supervivencia. Clasificar a los cárteles como terroristas eleva su lucha al nivel de urgencia que merece.
Algunos críticos podrían argumentar que esta designación corre el riesgo de simplificar problemas socioeconómicos complejos o de aumentar las tensiones entre ambas naciones. Sin embargo, la reclasificación no exime a los gobiernos de abordar los problemas sistémicos—como la pobreza, la corrupción y la falta de oportunidades—que alimentan el reclutamiento de los cárteles. Por el contrario, refuerza la determinación de desmantelar estas empresas criminales mientras se trabaja en soluciones a largo plazo.
Las palabras de Claudia Sheinbaum sobre independencia y orgullo nacional deberían ser un llamado a la acción contra los verdaderos enemigos de esa independencia: los cárteles. No se puede hablar de soberanía mientras comunidades enteras viven bajo el yugo del crimen organizado, mientras los cárteles asesinan con impunidad y dictan las reglas en regiones completas del país. México no ha perdido su independencia a un poder extranjero, pero sí a la corrupción y al terror interno, lo que hace aún más urgente enfrentar esta realidad.
Para Estados Unidos, este esfuerzo no se trata solo de proteger sus fronteras o de reducir el flujo de drogas, sino de afirmar una responsabilidad moral hacia su vecino y socio. Para México, es una oportunidad de trabajar junto a un aliado poderoso para recuperar su soberanía de grupos que han secuestrado sus instituciones y aterrorizado a sus ciudadanos.
En última instancia, reconocer a los cárteles como organizaciones terroristas es un paso audaz pero necesario para construir un futuro donde las familias en Tijuana, San Diego y más allá puedan vivir libres de la sombra de la violencia. Es una declaración de que ha llegado el momento de tratar a los cárteles no como simples criminales, sino como amenazas existenciales a la paz, la prosperidad y la democracia misma.